Al principio fue una impresión que aparecería levemente al borde de su consciente y él lo había simplemente ignorado, atribuyéndolo al cambio repentino y dramático de temperatura y de humedad que impactaban su cuerpo medio desnudo y recubierto de sudor. Gradualmente la sensación se había intensificado hasta el punto en el que tuvo que atenderla, considerarla, ya que exigía de su atención.
Estaba bastante sorprendido por sus pensamientos y no sabía lo que en realidad revelaban: ¿Falta de confianza? ¿Remordimiento? ¿Culpabilidad? ¿Soledad? ¿Qué le estaba pasando? Estaba solo, consigo mismo, ¿por que iría a tener miedo? Pero lo tenía, y de hecho estaba sobrepuesto de pavor. Deseaba gritar pero sabía que sería tanto en vano como humillante que aquellos sentimientos, ya patéticos que experimentaba por dentro se manifestaran al cosmos entero. Se sentía pequeño e insignificante, como si todo lo que había logrado, o todo lo que pudiera lograr no sumarían a más que el vacío interno en el cuál estaba sumergido; era como si todo fuese nada, como si él mismo fuese nada; era como si la enormidad del universo, de la naturaleza, de este mismo camino y de esta misma montaña a la cual él en plena arrogancia había desafiado, se le vinieran de pronto encima y le dejaran aplastado en espíritu si no en cuerpo. ¿Corriendo con Lobos? ¿Nadando con Orcas? ¿Siguiendo el Águila, a su Águila en el cielo? ¡Qué demonios! ¿Qué se había creído? ¿Algo especial? ¿Cómo se pudo haber engatusado de tal modo? ¿Cómo era posible? ¿Por qué no se había ahogado con las Orcas en la profundidad de la bahía en vez de acabar deseando no ser aquí, tan próximo a la cima? ¿Qué le pasaba? ¿Dónde estaba su poder? ¿Su orgullo de guerrero? ¿Por qué se había quebrado, ¡rajado!, tan de pronto?
Fue en medio de esta bruma cerebral que su mente apenas detectó una sombra fugaz, una mancha furtiva que lo hizo voltearse en un pánico enloquecido. ¿Qué fue eso? “¿Me estoy volviendo loco también?,” gritó desamparado. Pero conforme viraba repetidamente tratando de materializar en una imagen visual el movimiento efímero a su alrededor y su razonamiento no acabada de decidir si todo esto era real, sueño o alucinación, se dio cuenta de que estaba desorientado, de que ya no conocía ni el camino de vuelta ni hacia dónde se dirigía; estaba atascado, aturdido, y perdido. Fue en ese preciso instante que llegó el primer ataque.
Un dolor cortante, escalofriante, le atravesó el cuerpo como una daga de hielo rajándolo de rabo a cabo, cortándole hasta la misma respiración; arqueó la espalda en un espasmo involuntario de asombro y de agonía. Boquiabierto y con los ojos grandes como platos giró compulsivamente en la dirección del ataque mientras su cerebro revuelto trataba de concertar en una realidad la inundación de sensaciones crípticas que sus sentidos le ofrecían. Un auténtico terror se apoderó de él mientras involuntariamente echaba mano a la fuente del dolor en su lumbar izquierdo sólo para recobrarla recubierta de la misma sustancia pegajosa y roja que le fluía ampliamente por las nalgas y el revés de las piernas y que ahora le goteaba de la mano misma. De nuevo prendió una ojeada momentánea de la sombra conforme se retraía en ni se sabe qué dirección y su mente entretenía incluso explicaciones supernaturales de lo que estaba aconteciendo. Desesperado, revisaba todo a su alrededor pero sólo logró observar árboles y más árboles desvaneciéndose en la blanca distancia. Nada tenia sentido y mientras tanto el terror se hacia con su mera esencia, paralizándole hasta el pensamiento.
El segundo ataque le pilló en el flanco derecho y sintió claramente los detalles de los dientes que le atravesaban la piel y le hincaban en la carne causándole que soltara un rugido de dolor. De nuevo viró en su alrededor tratando de conectar visualmente con su asaltante, pero otra vez se había desvanecido en el bosque sin huella alguna, como un fantasma, como una presencia invisible que no dejaba a su paso más que heridas, dolor, y espanto. Los ataques ya venían, y venían, cada vez con mayor velocidad y frecuencia. Su cuerpo estaba rayado de sangre; sus piernas le fallaron y se cayó al suelo estremeciéndose en agonía, chocado por la noción misma de que tanto dolor fuese posible ya que él nunca . . . ¡no! ¡No era cierto! Un destello de memoria le transportó a ese lugar y a ese momento, a ese . . . a ese niño indefenso . . . ¡pero el ya no era niño! Una chispa de ira y de rabia que pronto se convertiría en una llamarada de furia se le apoderaba, sobrepasando su terror, superando su agonía. Nariz hinchada, dientes pelados y gruñendo como una fiera, su rostro se había convertido en una máscara de ira salvaje; mientras tanto recobraba los pies, ya no dispuesto a aguantar y evadir, sino propuesto a perseguir y destruir al demonio encabritado. Como si sorprendido por la nueva disposición de su presa, la sombra materializó y reveló una faz igualmente espantosa y temible: ¡la del sanguinario Carcajou!
Ambos oponentes se flanqueaban en una batalla a la muerte en la cual el Carcajou ya no contaba con la posesión ni del espíritu ni del corazón del hombre: ahora tendría que luchar contra él “mano a mano,” desde afuera de su mente y cuerpo. El hombre lo lanzó una patada pero el Carcajou ágilmente se retiró de su camino; el animal-espíritu a su vez se lanzó para morder al hombre pero aquél saltó hacia atrás y esquivó el ataque. Hombre y bestia atacaban y se defendían, ninguno rindiendo mayor resultado hasta que de pronto el hombre, sincronizando los movimientos del gran mustélido, logró conectar con una patada feroz al hocico mismo del fantasma carnal, lanzándolo por los aires para acabar rodando por la nieve, chillando como un perro azotado. Esto enfureció al Carcajou, el cuál, cegado de rabia y de odio, abandonó toda precaución a los cuatro vientos y se proyectó en un gran salto hacia el pescuezo mismo del hombre. En defensa el hombre alzó su antebrazo izquierdo y lo ofreció como escudo y carnada para la cólera desatada del Carcajou y de sus furiosas fauces. El Carcajou le atrapó el antebrazo en sus poderosas mandíbulas y ambos, hombre y animal, escucharon como se quebraban los huesos bajo la mordida implacable del Carcajou aún antes de que el hombre sintiera la oleada de dolor que a los momentos le paralizaría completamente el brazo izquierdo. Pero al guerrero nada le detendría; con la velocidad vertiginosa que tan a menudo le distinguiría en batalla, se abalanzó hacia el piso estrellando las espaldas del Carcajou contra el suelo, hincándole la rodilla en el pecho e inmovilizándolo en la nieve. En una despeluznante y frenética batalla continua de gruñidos humanos y animales, de garras descuartizando y desgarrando carne, y de sangre y carne humana salpicando todas las direcciones, el hombre bateo implacablemente a la bestia con su puño derecho hasta que el Carcajou permaneció una masa inerte de huesos quebrados, carne magullada, y tejido y pelaje aplastados. Es cuestionable si el hombre ni siquiera se diera cuenta de que los huesos de su propia mano se partieran bajo el tremendo e inexorable diluvio de impactos que impartió al espíritu-animal.
No dejó de golpear hasta que su brazo dejara de responder a los impulsos de su voluntad, mucho después de que el cadáver había ya cedido el dominio de la mordida y la posesión de la vida misma. Con el pecho aún jadeando del esfuerzo y con los nudillos blancos de apretarse los puños se le voltearon los ojos hacia arriba conforme se caía hacia atrás, sentándose sobre los talones. Su cuerpo se tambaleaba entre caerse de agotamiento y mantener su postura erguida cuando de pronto volteó la cabeza hacia las alturas, y a nadie en particular puso el grito en el cielo en un bramido primal de rabia, desesperación y despego a todas las cosas, rugiendo: “¿Esto es todo? ¿Esto es todo? ¿Esto y nada más? ¿Esto es lo que habéis mandado para destruirme? ¡No me importa! ¿Me oís? ¡AÚN SOY!” El repudio estremeció a la niebla misma, reverberando entre los troncos y las ramas de los árboles para acabar en un eco entre las montañas distantes. En la lejanía el trueno de una gran tormenta vecina respondió a su llamado.
Durante horas o momentos, nadie lo sabe, se quedó ahí sentado, exhausto, a la vez vacío y repleto. Finalmente, recuperándose sintió su poder surgir de nuevo y la voluntad de seguir le elevó a incorporarse de pie. Desorientado aún, su mente tardó en reconocer como copos de nieve la materia blanca que acababa de notar que le caía en la propia cara desde el cielo. Guerrero veterano que era, tomó nota de sus múltiples heridas y laceraciones acordándose de uno de sus refranes favoritos: guerrero sin cicatrices nunca vio batalla. Después de un asesoramiento experto decidió que no había mas remedio que seguir adelante, siempre adelante; ¿pero hacia dónde? ¿En qué dirección? Buscando alrededor por una señal notó la figura del Águila, de su Águila, posando tranquilamente sobre una rama: supo así que ese era el Camino.
Cuando llegó cojeando hasta donde el Águila lo esperaba, miró hacia lo que había dejado atrás. Se asombró cuando vio que el cadáver del Carcajou que había abandonado ya no era esa masa inerte de huesos quebrantados y pellejo aplastado, sino el cuerpo de un hombre – ¡de sí mismo! Aún mas sorprendido quedó cuando se dio cuenta de que las huellas en la nieve que conducían de la arena de muerte hasta donde se erguía en ese preciso instante no eran suyas, ni siquiera las de un ser humano, sino las del Carcajou mismo.
J. A. Overton Guerra, El Fundador
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